Semana de los autómatas

Otra que, como la de ayer, se me quedó atrasada desde el principio de los tiempos o, en su defecto, casi desde el verano. Lo de siempre, se lía uno a escribir de otras cosas, van llegando más y más fotos, al final lo que tendría que salir en su momento va retrasándose sine die hasta que un día me doy con la mano en la frente… ¡anda, los donuts y la entrada sobre la semana de los autómatas! Que bueno, ni era semana ni nada, pero como me encontré dos asuntos sobre el mismo tema en la misma semana así le quedó el nombre. La primera fue un «teatro de autómatas» en la Plaza de Pombo.
Teatro de los autómatas I
El asunto consistía en que tenían un montón de muñecos de madera (algo así como treinta y cinco) automatizados que se movían solos. Estos cinco de la entrada tocaban música para que ella bailara al son. No es que sea algo novedoso, no es que sea espectacular pero sí una curiosidad que lleva funcionando desde 1947 y el único en activo actualmente.
Teatro de los autómatas II
¿Qué cómo sé todas estas cosas? Ná, uno que aprendió a leer hace tiempo…
Cartel del teatro de autómatas
Mucho más llamativo es lo que tenían en la explanada del muelle de Gamazo donde se celebraba el Premundial de vela 2013. ¡Una hormiga robótica! Un bicho metálico y enorme que se movía y retrocedía cuando te acercabas, con un montón de gente alrededor porque además de gratis era muy resultona.
Hormiga robótica I
Sacarle foto no era tan fácil porque ya digo que retrocedía en cuanto te acercabas, probablemente tuviera un sensor de proximidad o un detector de cafres incorporado. Nada que no se pueda solucionar quedándome quieto un ratito hasta que pasara por mi lado. La única pena que me queda fue no tener un garrote a mano, porque no están las hormigas entre mis animalillos favoritos.
Hormiga robótica II
Además, y esto no se lo he contado nunca a nadie, una hormiga me causó un trauma infantil. Cuando era pequeño me pasaba algunas tardes en el patio de casa de mis abuelos. Ya que el futbol no era lo mío, algún hueso roto da fe de ello, me pasaba el rato buscando y viendo bichos, con especial interés por las arañas, que me asustaban y fascinaban al cincuenta por ciento. Se ve que lo mío con los animalitos viene de lejos.

Una tarde en ello estaba cuando veo cruzar el patio a la madre de todas las hormigas, un pedazo bicho de unos diez centímetros de longitud inconfundible con su color negro charol, sus seis patas, su cabezón y sus antenas. Acojonadito me quedé, no sabía si pisarla, si dejarla, si tirarle un balón a ver si estaba poseída por el espíritu de Maradona. Discurrí capturarla así que me fui corriendo dentro de casa a por un vaso para echárselo encima. Cuando volví a por la superhormiga, lista ella, debía olerse la tostada y se había dado el piro.

Años después, en clase de Ciencias Naturales un profesor nos estaba hablando de las hormigas y nos contó que por motivos fisiológicos (que ahora no recuerdo) no podían crecer mucho más de un par de centímetros. Sielo santo… abrumado me quedé, no sabía si contar lo mío, si lo habría soñado, si aquella primera película que vi en el cine sobre una nécora gigante que trincaba pescadores por entretenimiento habría causado un cortocircuito en mi tierna mente, pero palabrita que pondría la mano en el fuego por que aquello era una hormiga… Descartadas las alucinaciones y las visiones, que por aquel entonces aún no había descubierto las bondades del vino, la cerveza y otras bebidas de superior graduación, arrastro desde aquella época una duda existencial hormiguera que dudo pueda llegar a resolver algún día.

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