Esa mirada gatuna

A pesar de mi manifiesto amor por prácticamente todos los bichos, sean bípedos, cuadrúpedos, mamíferos, ovíparos o reptantes, nunca he ocultado el asquito que me producen los de la familia de los hirudíneos, también conocidos por sanguijuelas (uno de cuyos principales representantes es mi suegra aún a riesgo de que me encienda dos velas negras), el odio a las gaviotas que se cagan en mi coche o los insanos deseos de aniquilación permanente hacia los gatos cada vez que descubría una serie de círculos amarillos en el césped de mi casa, allá donde hacía aguas menores el gato mas chulo del barrio cuando se paseaba por el jardín que con mi esfuerzo y manitas (más las de la parienta) plantamos, regamos, replantamos y corté mil y una veces. Sin embargo, aquí mi vecina tiene una minina persa blanquita, peluda, tranquila hasta decir basta, con esos ojazos cada uno de su color a lo David Bowie y esa mirada gatuna de no haber roto un plato en su vida que casi me ha reconciliado con la especie.

Por lo menos hasta que algún otro gato vuelva a llenar mi césped de círculos amarillos. En ese momento seguramente vuelvan a pasar por mi cabeza ideas sobre los métodos que me hubiera gustado aplicar antes.

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