Esta ciudad me tiene enamorado

No tengo inconvenientes en reconocer que cuando nos vinimos a Cantabria venía pelín mosqueado porque ya conocía Santander de cuatro visitas turísticas anteriores y bueno, sí, era bonita pero plantearme pasar el resto de mi vida allí no lo tenía yo tan claro. En algunos comentarios de internet decían que esto era una ciudad de viejos, que no tenía movimiento, que tal y que cual. Como con todo, los comienzos fueron un poco complicados hasta establecernos, saber dónde estaba cada cosa (supermercado, médico, taller, etc) pero a partir de ahí el cariño que le estoy cogiendo a esta ciudad va creciendo de forma exponencial. Debo haber dado con los ejemplares más amables entre todos los santanderinos, porque noto alegría en el ambiente, ganas de vivir, ganas de pasarlo bien, dan la impresión de ser felices y eso se contagia. Todo es más tranquilo, no andan estresados ni con cara de amargados por la calle, ¡milagro, no te pitan al conducir! Si, hay mucha gente mayor, pero gente que no se queda parada en casa viendo la tele. Dos rayitos de sol que asoman y enseguida se ponen de tiros largos para darse unos paseos, como media ciudad, respirando aire fresco, viendo el mar y soltando endorfinas a raudales.

Por cierto, que ríete de las abuelitas… el otro día nos sentamos en un café del centro. Ocho señoras mayores muy bien vestidas se sientan en una mesa a nuestro lado. Edad media, de sesenta para arriba. Aparece el camarero. ¿Qué van a tomar las señoras? Empezaron a pedir y me quedé acongojado, La que menos un gintonic mientras conversaban sobre si habían probado el Ron Brugal o el whisky no se qué. Madre mía, conservadas en alcohol estas buenas mujeres duran hasta los ciento cincuenta años por lo menos.

En invierno las cosas se paran un poquito, como en casi todos lados, pero llegado el mes de junio empieza la fiesta continua y si no es por una cosa es por otra, por la de mas allá o por lo que sea, el caso es pasarlo bien. Este fin de semana tocaba en la Plaza de Pombo una degustación de vinos de la Rioja con el curioso nombre de «Riojano joven y fresco».

La gente se iba a la caseta de los tickets y por siete euros te daban una copa, una libreta para apuntar lo que ibas tomando y te permitían cinco degustaciones. O lo que es lo mismo, cinco vinos por siete euros. Porque no había comida, que si llegan a preparar unas croquetas, una tortilla y unos platos de jamón, arrasan.

Yo me metí sólo a sacar un par de fotos (con la nueva cámara, por cierto) y fijaros qué ambientazo:

Como éstos había otros tantos a la derecha y unos cuántos más detrás mía. Es decir, un mogollón de gente. Todo el mundo tranquilo, sin excesivo ruido, disfrutando de los vinos, de la compañía y de la noche. Palabrita que esto en Vigo no lo había visto nunca, ni parecido.

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