No sabÃa yo que los viernes se celebra un mercadillo en Comillas. La parienta tampoco lo sabÃa, si no ya le habrÃamos hecho una docena de visitas por lo menos. Dado que no tenemos cerca la feria de Vilanova da Cerveira, bueno será este mercadillo para sustituirla. Quienes sà debÃan conocerlo eran los cienes y cienes de personas que pululaban por el pueblo habiendo aparcado antes que nosotros y obligándonos a dejar el coche en el quinto pino de arriba, para bajar hasta la plaza principal donde me hubiera quedado de mil amores tomando algo en una de las varias terrazas a disposición de los amantes del buen vivir.
Pero no. Mientras yo fijaba mi vista en el primer plano, la parienta era como un perro de caza. HabÃa olido un rastro y el instinto la empujaba irremediablemente hacia los puestecillos del fondo. Más o menos como cuando mi perro huele los restos de una gaviota a quinientos metros. Fija la vista hacia donde viene el olor y por mucho que le digas, va como un juramentado. La parienta más o menos. Se le meterÃa una blusa blanca ibicenca en el rabillo del ojo, fijó la vista en ella y en ese estado ninguna fuerza humana habrÃa conseguido detenerla.
Esta es la entrada del infierno. A partir de ahà todo es ropita, trapos, bolsos, relojes y mil cosas más. A ratos me quedaba rezagado viendo algún puesto con cosas de comer o similares, pero claro, habiendo uno de esos por cada veinte de ropa y complementos salgo perdiendo por goleada.
Fijaros lo que se puede encontrar una vez se interna uno en el zoco comillense, comillero o como sea el gentilicio del lugar. MirÃadas de seres humanos ávidos de consumir. MirÃadas menos uno. Es que un servidor es algo raro y desde que percibà que tengo muchas más cosas de las que puedo necesitar me he hecho de un zen que asusto. La parienta se ha hecho «cien», es decir, que si por ella fuera se comprarÃa cien de cada cosa…