Antes de que el virus de la moda la abdujera totalmente, a la parienta le gustaba mucho pintar. Me sorprendÃa porque conocÃa un montón de pintores, cuadros, estilos y esas cosas del arte pinturero. Gracias a ello suceden cosas como que Ãbamos paseando por Arles a la busca de una terraza donde tomarnos un café, se para frente a una en vivos colorines, se lo piensa y me dice que aquello lo pintó Van Gogh. ¿De verdad? ¿Lo pintó asÃ, de amarillo piolÃn? ¿Es que Van Gogh también le daba a la brocha gorda en ratos libres para ganarse el condumio? Me echa una ojeada la doña con cara de «señor, señor, qué pinto yo con semejante acémila» y a continuación me ofrece una explicación del asunto con la que hacer luz en la vacÃo insondable que rellena mi cabeza.
Según parece, Van Gogh debio pasar por aquà porque hay un cuadro con este mismo panorama. Bueno, el mismo panorama allá por 1888, que aunque se intuye, la vista actual es un poco diferente. Cambian un poco los edificios, la plaza, la terraza de al lado, el suelo, los toldos, el árbol, pero el resto es el mismo. Garantizado, oiga.
¿Y porqué lo puedo garantizar? Porque asà lo dice un cartelote allà pegado explicando la misna historia que me contó mi señora costilleta.
Eso, y que algunos de los elementos se notaban que debÃan ser contemporáneos de Van Gogh, como los toldos y sus soportes, sucios, llenos de herrumbre, repintados mil y una veces.
Otro elemento «de época»: algunas sillas de cuando MarÃa Antonieta, diseño del año de la nana, con tablas rotas en el respaldo y la funda bailando por ahÃ. Menos mal que eran cómodas y el café estaba bueno, que sino menudo chasco.