Cómo ser el hazmerreir del populacho

Ante algunas de las ocurrencias de mis antiguos clientes, a uno, que es malvado, maledicente y propalador de abundantes exabruptos, se le escapaban de cuando en cuando expresiones como «ya le podía caer una avión encima de la oficina» y similares. No por nada, simplemente por desahogar la tensión acumulada con las cuestiones variadas del día a día como que algunos clientes nunca acababan de entender que los impuestos son como dice la Agencia Tributaria, no como ellos quieren que sean, y asuntos similares (por no citar el tan habitual «mira, quiero echar a éste pero que no me cueste nada», etc, etc). Una antigua compañera de trabajo cada vez que me oía una barrabasada de las mías además de poner cara de susto me recordaba aquel dicho «quien desea el mal de su vecino, ve venir el suyo por el camino». Yo ni caso, pero lo sucedido el otro día en Biarritz me trajo de nuevo esas palabras a mi mente.

Recapitulemos. Fin de semana, paseito por San Sebastián y la costa francesa, para acabar en Biarritz, sitio casi tan fino y pijo como un servidor (si no fuera pobre lo sería aún más). Por la zona del puerto hay unos espigones y unos diques donde rompe el mar que como te pille desprevenido, con una buena mojadura te vas para casa. Fíjanse ustedes en el asunto. Está la familia feliz viendo el mar…
Ola batiendo contra el muelle en Biarritz III
…cuando de repente rompe una ola y corre-corre que nos empapa.
Ola batiendo contra el muelle en Biarritz IV
La olita anterior era tamaño pequeño, pero si cambiamos de ángulo vemos otra un poquito mayor…
Ola batiendo contra el muelle en Biarritz I
…y otra bastante más grande, que si te pilla te deja hecho una sopa.
Ola batiendo contra el muelle en Biarritz II
En la tercera foto, a la izquierda de todo corre una chica. Esa vimos como la pillaba una ola y le metía una mojadura de cuidado. Al rato le volvió a pasar, y como uno es mala persona, cámara en ristre allí estaba yo deseando que hubiera una tercera vez para inmortalizar el momento. No se puede ser malvado, no. Parecía como si el mar me viera las intenciones, porque no volvió a suceder. Me quedé con las ganas, mala suerte, guardé la cámara y sigamos paseando. Así, llegamos a la «Roca de la Virgen», un precioso rincón de la ciudad con su piedra sobresaliendo del mar, un puente hecho por el señor Eiffel (el mismo de la torre) y una estatua de la virgen en lo alto, encargada de dar nombre a la roca.
La roca de la Virgen I
Aquí la estatua de la Virgen más cerquita. Blanquita, iluminada y supongo que pegada con abundante cemento porque esto es mar abierto y cuando hay oleaje a lo bestia, es a lo bestia de verdad.
La Virgen en la roca de Biarritz
Habiendo roca, mar y puente, allí había que ir. Cruzamos disfrutando de las vistas y de un sol que se ponía tras un día de mucho calor, un milagro contando que estamos a punto de entrar en noviembre.
La roca de la Virgen II
Esta es la parte final de la roca, con un pequeño mirador (a la derecha) donde sentarse un rato a contemplar el panorama. Allá nos fuimos, la parienta se sentó en el muro. Todo el suelo estaba seco, las olas rompían un poco más abajo. Saqué fotos a la puesta de sol, le saqué fotos a ella, un perfecto final para el día.
La roca de la Virgen III
El sol se puso y antes de irnos aproveché para darle un arrumaco a la parienta. Con los ojos cerrados y totalmente desprevenidos, el mar nos mandó su venganza con forma de una ola, una sola ola que rompió contra la base del mirador, lanzó una cortina de agua verticalmente varios metros por encima y antes de que pudiéramos decir ni mú nos cayó una manta de agua que nos dejó caladitos a los dos para alegría, jolgorio y regocijo de todos los demás turistas que, más prevenidos ellos, estaban unos metros por detrás. El Cantábrico se tomaba su venganza por mis malas intenciones anteriores hacia la chica de las primeras fotos. Si es lo que digo, no se puede ser malo que el karma es aún más cabrón.

Dentro de lo que cabe hubo suerte porque habíamos ido de fin de semana y en el maletero del coche teníamos ropa de repuesto, sino hubiera sido bien divertido conducir doscientos cincuenta kilómetros hasta casa empapadito de arriba abajo. O peor aún, quitarse la ropa en el coche y acabar en un atasco tapándose con periódicos como Peter Sellers en la famosa escena de «La pantera rosa». Con la buena suerte que tengo no me hubiera extrañado nada, nadita…

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