La polilla vasca

Dos de la madrugada de un día cualquiera. En el mejor de los sueños, de pronto oigo un revoloteo dentro de la habitación que me aleja inmediatamente de una de las actividades en cuya mejora y perfeccionamiento más he progresado últimamente (dormir). Pero era aquello un revoloteo tal que lo primero que me vino a la cabeza es que Drácula estaba de gira y su primera actuación tocaba en Santander, más concretamente en mi dormitorio. Enciendo la luz y la parienta oliendo que allí se cocía un marrón optó por tapar la cabeza con la sábana como diciéndome «tranquilo, que de eso ya se ocupa mi asistente personal». O lo que es lo mismo, yo. Para los que no nos conozcan, hemos llegado a un acuerdo tácito mediante el cual todo lo que implique fama y gloria lo hace ella y de todo aquello que implique trabajo sucio me encargo yo. El acuerdo se halla denunciado por una de las partes pero por falta de definir cual es la jurisdicción competente la denuncia está en via muerta, como dicen los periódicos cuando quieren indicarnos que el acusado de algún delito tiene enchufes de alto nivel y en cuanto su caso llega a la parte de arriba de la lista de juicios pendientes siempre hay alguien dispuesto a ponerlo de nuevo al final del montón.

Dejamos la vida personal y las desgracias de cada uno para volver al asunto que nos concierne, ese extraño revoloteo nocturno. Me levanto tapándome las vergüenzas como puedo, porque uno es muy de dormir con una funda nórdica por encima pero ninguna ropa, en el convencimiento de que si algún día entran a robar en casa mientras nosotros dormimos, cuando los señores ladrones nos manden levantar de la cama para entregarles todo lo de valor y contemplen los colgajos con los que dios me ha agraciado se verán inmediatamente poseídos por un ataque de risa que me permitirá ya no desarmarlos, sino atarlos, empaquetarlos y mandarlos certificados a Botswana sin la menor necesidad del uso de la violencia. Más o menos similar a lo que pasaba en «El mejor chiste del mundo» de los Monty Phyton pero con cataplines de por medio.

Estoo… si, el revoloteo, que me pierdo. Al encender la luz veo un bicho dando vueltas de acá para allá que se para en un rodapié. ¿Qué haría una persona normal en estos casos? Coger una zapatilla y darle al bicho hasta en el carnet de identidad. ¿Qué hice yo en este caso? ¡Ostras! A por la cámara rápidamente que esto lo tengo que contar en el blog. Bajo, cojo la cámara, subo, pero espera que me falta una referencia para que se sepa lo que mide. Bajo, cojo un rotulador Pilot, subo, pongo el rotulador al lado del bicho, foto, foto de perfil, foto desde arriba, foto de lado, foto saludando a la cámara…

Madre mía, qué barbaridad, el Pilot mide 13 cms de largo con lo cual estamos hablando de una polilla que mide siete centímetros. Esto es una polilla vasca por lo menos, ya me imagino el chascarrillo, «Oye Patxi, en Bilbao tenemos unas polillas que se comen un jersey de lana de una sentada…». Foto con macro para que se vean los dibujitos del bicho en sí.

A partir de ahí empezó una lucha desigual entre la polilla y mi zapatilla, que para aquellos que hayáis visto la película «El Alamo» ya os podéis imaginar cómo acaba. A lo mejor estamos hablando de una especie protegida, pero como la parienta es especie a proteger aún mas porque me mantiene y me da de comer, cualquier bicho que ose perturbar su sueño tiene tantas probabilidades de sobrevivivir como el que va a un poblado talibán vestido sólo con unos calzoncillos estampados con la bandera de los EEUU.

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