Finiquitada la serie de entradas dedicada a un domingo cualquiera vamos con otra dedicada a lo que se puede hacer una mañana de sábado que amanece soleado. Y es que sol, luz y cielo azul es sinónimo de vamos corriendo a dar una vuelta por algún lado, con lo poco que duran los intervalos de buen tiempo en esta época si llega uno hay que disfrutarlo siempre que se pueda. Y con lo que me gusta a mi la costa con acantilados, un destino perfecto para entretenerme la mañana de un sábado son los alrededores del faro de Cabo Mayor. Fijaros qué panorama, qué tranquilidad, que aire, qué luz, qué todo…
Hala, vamos a caminar un rato y eso que las tentaciones son grandes y poderosas, allà al lado queda mi chiringuito favorito con su terracita llena de gente disfrutando esas rabas y esos chipirones a la plancha que están de morirse. Resiste Juan Carlos, resiste.
Una excursión tÃpica y sencilla consiste en pasar por la terraza del chiringuito con los ojos tapados como los burros para evitar caer en la tentación, en una esquina hay una salida en dirección a los acantilados que, por cierto, se están cayendo a trozos. Este es el primero que aparece y menudas rocas se han desprendido de ahÃ. Las veces que me di una vuelta por aquà ya pude ver que las piedras están muy cuarteadas y no me dan excesiva confianza, pero bueno, siempre esperas que caigan una o dos pero no un trozo tan grande.
Justo sobre ese acantilado encontramos este monolito del que ya hablé anteriormente. A pesar de lo que diga la señal, para mi es imposible resistirme a esa sensación de apoyar el pie en el borde y lentamente asomar la cabeza para ver qué hay abajo. Casi se podrÃa definir como tendencias suicidas sabiendo cómo está el lateral en la foto anterior.
Esta es la placa del monumento en recuerdo de los cuatro jóvenes que se llevó el mar hace casi cuarenta años.
Lo que nunca habÃa visto y descubrà esta vez eran dos inscripciones grabadas en los acantilados. Una con los nombres de tres de ellos, boy scouts fallecidos al llevárselos una ola.
Otra por separado con el nombre del cuarto, que murió tres años antes al despeñarse mientras practicaba montañismo en los acantilados. Debe ser costumbre porque las rocas están llenas de argollas y lo que parecen ser clavijas de escalador.
Viendo el percal casi va a ser mejor que me deje de tanto acercarme a los bordillos y pegar saltos entre las rocas, no vaya a ser que le toque venir a la parienta a grabar mi nombre en una de las rocas. Y lo que es peor, se me acaben los sábados de triscar como una cabra para reposar luego frente a una cervecita fresca y unas rabas en el chiringo de arriba.